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martes, 22 de enero de 2013
miércoles, 9 de enero de 2013
Pensar el baile, bailar la vida
No es habitual que las editoriales españolas dediquen sus muy disputados recursos a los análisis de la música popular urbana, a pesar de que constituyen una vigorosa rama de los estudios sobre cultura en la tradición angloparlante. Por esta razón, hay que celebrar la edición por parte de Paidós de Cultura y políticas de la música dance.
Cabe hacer varias advertencias a los que tuerzan el gesto ante lo que parece ser un análisis de un género de música marcado por su orientación hacia el baile y la idolatría del componente tecnológico. La primera, que este no es sólo un trabajo sobre música en tanto experiencia sonora, sino sobre un elemento central en la actual cultura popular, un espacio en el que cristalizan problemas relativos a la definición de las identidades, las prácticas políticas, el uso de los medios de comunicación o la vivencia de la sexualidad. Los autores arrancan del análisis de las músicas dance para emprender un tortuoso viaje exploratorio hacia algunos de estos temas. La segunda advertencia tiene que ver con el tono del libro: es ambicioso en sus objetivos y denso en sus referencias y métodos, al tiempo que requiere cierta competencia en el mundo de los grupos y los estilos musicales para ser entendido del todo, pero al mismo tiempo es un trabajo escrito con un estilo transparente, directo y apasionado.
Cabe hacer varias advertencias a los que tuerzan el gesto ante lo que parece ser un análisis de un género de música marcado por su orientación hacia el baile y la idolatría del componente tecnológico. La primera, que este no es sólo un trabajo sobre música en tanto experiencia sonora, sino sobre un elemento central en la actual cultura popular, un espacio en el que cristalizan problemas relativos a la definición de las identidades, las prácticas políticas, el uso de los medios de comunicación o la vivencia de la sexualidad. Los autores arrancan del análisis de las músicas dance para emprender un tortuoso viaje exploratorio hacia algunos de estos temas. La segunda advertencia tiene que ver con el tono del libro: es ambicioso en sus objetivos y denso en sus referencias y métodos, al tiempo que requiere cierta competencia en el mundo de los grupos y los estilos musicales para ser entendido del todo, pero al mismo tiempo es un trabajo escrito con un estilo transparente, directo y apasionado.
Gilbert y Pearson comienzan su exploración con un alarde de sinceridad, exponiendo las dificultades con las que topa el crítico cultural cuando se enfrenta a un fenómeno como el danceen el que la verbalización de la experiencia, su anclaje teórico, es prácticamente inexistente. Los autores parten del análisis de la gestación de la película Fiebre del sábado noche, que convierte en un texto cerrado la multitud de experiencias que confluye en la música disco a finales de los años 70. Hacer una película para retratar un estilo obliga a buscar el mínimo común denominador de las variopintas experiencias que confluye en las pistas de baile, exige dejar de lado la singularidad de cada historia cuando lo fundamental de cada una de esas vivencias es precisamente su exclusividad, la imposibilidad de que otro viva en mi lugar las sensaciones que el baile me proporciona. Hacer una película plantea así el mismo problema que hacer un análisis cultural: hay que recodificar la experiencia, someterla a un modelo que es por necesidad reduccionista. Como señala una de las autoras citadas, las reglas del mundo académico nos señalan que «para comprender lo irracional, la pérdida del yo, uno debe aferrarse con fuerza a lo racional».
Esta contradicción tiene importantes repercusiones, mayores en tanto el público de una película es más amplio que el de la investigación académica, pero emparentadas: el espectador o el lector siente que es capaz de entender el fenómeno descrito, de vivir la experiencia de forma vicaria, cuando lo que se muestra no es más que una sombra de lo real, como en la caverna de Platón. Sólo es posible entender la música de baile en cuanto bailarín, en cuanto cuerpo que se mueve, que siente la música como materialidad, que se funde con la masa que baila siendo cuerpo físico y sexuado.
Tras esta primera parte, que interesará especialmente a los que se enfrenten a las dificultades conceptuales del trabajo de campo, Gilbert y Pearson se desplazan con suavidad hacia la crítica de los valores que la música ha tenido en la cultura occidental, precisamente enraizada en la marginación del baile como parte de la música en tanto su faceta más irracional. El complejo entramado conceptual que constituye la música clásica (o sería más adecuado hablar de la tradición culta occidental) está arraigado en una metafísica, y entiende la música como una construcción del intelecto que apela a otro intelecto, dejando de lado elementos tan importantes como el cuerpo, las palabras o el mero disfrute (que se opone a la idea de que la música debe ser entendida por un oyente convenientemente educado).
Fuertemente anclados en la tradición de los estudios culturales, los autores recurren al concepto de joissance de Roland Barthes para explicar su idea del funcionamiento del dance: es una música que lleva al éxtasis (a veces convenientemente asociada con la droga homónima), una vivencia sensorial que cuestiona la prevalencia que nuestra cultura otorga a lo racional. Una vez identificada de este modo la raíz de la cultura Occidental, Gilbert y Pearson afilan el bisturí para conectar la racionalidad con las dos bestias negras que la postmodernidad –una fuente de la que no pueden evitar beber– ha enfrentado: el falocentrismo y el logocentrismo.
La música dance aparece entonces como un espacio social con potencial revolucionario en tanto que libera a sus participantes de la dominación de los valores masculinos y de la razón. Es cierto que el baile se ha asociado en los últimos siglos al ámbito de las actividades femeninas, al ser identificado con la liberación de la sensualidad a la que opone los dominios de lo racional masculino. La experiencia del dance, amplificada por los efectos de las drogas químicas, es una experiencia de liberación en la que podemos ser nosotros mismos, en la que la música no sólo se escucha, sino que se siente, en la que lo táctil es más importante que lo visual, en la que no es necesario entender nada sino que basta con participar y sentirse miembro de una comunidad experiencial.
No es difícil imaginar que la cultura dance supuso para la fría Inglaterra una experiencia vital totalmente diferente a la acostumbrada. Pero, a pesar de su entusiasmo hacia las potencialidades liberadoras del dance, Gilbert y Pearson no ocultan sus dudas. Una cosa es cuestionar, por ejemplo, la centralidad del mundo del trabajo frente al hedonismo del fin de semana, pero si el lunes se vuelve a la rutina laboral tras una fin de semana extático como si nada hubiese pasado, la experiencia personal no se canaliza hacia el cambio social. La criminalización del dance que los gobiernos conservadores emprendieron, prohibiendo las fiestas espontáneas, no encauzó a la juventud británica que abarrotaba esas fiestas hacia la derrota delthatcherismo y sus valores. La política del dance, entonces, es meramente una política del cambio personal, de la experiencia puntual sin repercusiones a largo plazo en lo social.
La perplejidad de los autores hacia esta despolitización del dance nace probablemente de la inocencia con la que utilizan el término comunidad. Para Gilbert y Pearson, la multitud que baila constituye una comunidad temporal, con un objetivo común, el disfrute de la experiencia extática. Sin embargo, habría que matizar este concepto en los términos de Maffesoli, que ha caracterizado a la comunidad en que ésta agota su energía en su propia creación, no en la historia que está por hacer (un rasgo característico de la sociedad).
La conclusión a la que llegan los autores de Cultura y políticas de la música dance (y sus lectores) es que el análisis de un fenómeno poliédrico y complejo como la música dance tiene como consecuencia dejar al aire sus contradicciones y conflictos. En términos positivos, hay que apuntar la capacidad que ha dado a mucha gente de relacionarse con su cuerpo de una manera más natural y liberada de los férreos códigos de género, una visión positiva de la tecnología en tanto herramienta de cambio orientada hacia lo que está por hacer y un cuestionamiento, más o menos laxo, de valores centrales de la alta cultura capitalista: la racionalidad, lo expresable verbalmente, lo organizado, la centralidad del mundo del trabajo. En el lado de sus deudas impagadas figura la incapacidad de canalizar estos cuestionamientos más allá de la experiencia del baile y su entorno. Contradicciones, altibajos, discontinuidades, que son el precio a pagar para –retomando el argumento con el comienzan su análisis– no ser meros espectadores de una película y poder percibir las múltiples facetas y detalles de un fenómeno aún muy vivo.
Cultura y políticas de la música dance I
La imagen que tiene formada la mayoría de personas en sus mentes
relativa a la música dance, va asociada al hedonismo, al valor de lo frívolo
como mero entretenimiento. Por supuesto, el baile se ha empleado a lo largo de
la historia como un elemento liberador de las preocupaciones, como un
entretenimento. Sin embargo, la dimensión de la música dance es mucho más
amplia que la de su valor como argumento de ocio. Una mesa redonda en la
sección Voces del festival murciano SOS 4.8,
puso en valor el elemento antropológico de la música dance y su papel como
vehículo de mensajes de liberación y reivindicación.
Se sentaron a la mesa Jeremy Gilbert y Ewan
Pearson,
autores de “Cultura y políticas de la música dance”, para algunos la “biblia”
de los estudios sociológicos e históricos de la cultura disco y club, y Alex
Weheliye, autor de “Phonographies: Grooves in Sonic Afro-Modernity”. De
ahí que la idea de la música dance como un agente transformador de los espacios
fuera la idea central que sobrevoló el debate durante todo el tiempo en el que
se desarrolló. Han sido varios los casos en los que se han creado, de esta
manera, espacios utópicos de encuentro. Ewan Pearson hizo referencia a la
aparición del acid house en los años ochenta. “Se tomaba como un poder
transformador ya que se constituían espacios temporales en los que podían
ocurrir determinadas cosas entre otras cosas debido al poder afectivo del
éxtasis. ¡Incluso los hooligans tomaban éxtasis durante un tiempo! Hubo un segundo
verano del amor y de ahí la simbología de caras sonrientes”, explicó. “Incluso
Londres era, por aquella época, un ambiente y un entorno amigable, un espacio
utópico diferente a todos los demás. Me di cuenta de que la música hacía todo
eso y de que se producían muchas reivindicaciones a través de la música”.
El movimiento se inición en ciudades industriales del norte de
Inglaterra como Manchester o Nottingham. Sin embargo la cosa venía de antes ya
que los sonidos eran creados y escuchados por fans del northern soul de algunas
décadas anteriores. El origen de la música dance como elemento reivindicativo
debe mucho a la música negra, como contó Alexander Weheliye. “El baile su
utilizó como forma de liberación del esclavismo,fue una aportación caribeña que
surgió a finales de los 60 en Jamaica y fue clave para el dance. La mayor parte
de la población caribeña se concentraba en Estados Unidos y Reino Unido. Con
esta música se imaginaba un mundo distinto”.
A partir de ahí, los gobiernos se dieron cuenta del poder
transformador de este tipo de movimientos. Como cuenta Pearson, ” en los
ochenta se temía, existía pánico a la capacidad de reunir a mucha gente gracias
al house. Se trataba de un miedo transmitido por la prensa que antes ocurrió
sólo con el punk. Existía un pánico moral y una demonización”. Jeremy Gilbert
vuelve a los años sesenta para contar su visión acerca del asunto. “Los
gobiernos intentaron criminalizar a la música, hubo un intento de exclusión”,
dijo. “Se trataba de una potente idea que los seres humanos se relacionasen
entre sí, a veces con la música o el baile, sólo por pasar tiempo juntos. Eso
supone un problema para el poder establecido. Ocupación del espacio sin
pretensiones”. En ese sentido, The Loft, un local neoyorquino, se convirtió en esa
tierra prometida “donde convivían personas de 3 a 80 años. Era como un templo,
una manifestación de cómo debería ser la vida social”.
La música de baile comenzó a transmitir un mensaje social.
“Transmitían mensajes procedentes de teorías de Martin Luther King. Era el caso
de Promised Land, de Joe Smooth. El disco no fue muy aceptado en América y fue
en las ciudades industriales del norte de Inglaterra donde estalló. Es un disco
ambivalente, heredero de influencias étnicas”, señaló Gilbert. Aquello, en su opinión,
convirtió a los intérpretes de música dance en activistas. “No tenían mucho
dinero pero eran muy influyentes en la sociedad”.
Tras la caída del muro de Berlín, el mundo pudo asistir a otro
de estos procesos de transformación. Comentó Weheliye que “en la capital
alemana, tras la caída del muro y la reunificación se creó una tendencia de
mezcla entre el este y el oeste. Los ciudadanos de uno y otro lado bailaban y
compartían sonidos. El tecno creó una tierra prometida”. Para Pearson, “Berlín
es ahora un lugar de turismo utópico, hasta el punto de que los gobiernos se
dieron cuenta de qué significaban estos movimientos a nivel financiero”,
concluyó.
sábado, 5 de enero de 2013
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