Cabe hacer varias advertencias a los que tuerzan el gesto ante lo que parece ser un análisis de un género de música marcado por su orientación hacia el baile y la idolatría del componente tecnológico. La primera, que este no es sólo un trabajo sobre música en tanto experiencia sonora, sino sobre un elemento central en la actual cultura popular, un espacio en el que cristalizan problemas relativos a la definición de las identidades, las prácticas políticas, el uso de los medios de comunicación o la vivencia de la sexualidad. Los autores arrancan del análisis de las músicas dance para emprender un tortuoso viaje exploratorio hacia algunos de estos temas. La segunda advertencia tiene que ver con el tono del libro: es ambicioso en sus objetivos y denso en sus referencias y métodos, al tiempo que requiere cierta competencia en el mundo de los grupos y los estilos musicales para ser entendido del todo, pero al mismo tiempo es un trabajo escrito con un estilo transparente, directo y apasionado.
Gilbert y Pearson comienzan su exploración con un alarde de sinceridad, exponiendo las dificultades con las que topa el crítico cultural cuando se enfrenta a un fenómeno como el danceen el que la verbalización de la experiencia, su anclaje teórico, es prácticamente inexistente. Los autores parten del análisis de la gestación de la película Fiebre del sábado noche, que convierte en un texto cerrado la multitud de experiencias que confluye en la música disco a finales de los años 70. Hacer una película para retratar un estilo obliga a buscar el mínimo común denominador de las variopintas experiencias que confluye en las pistas de baile, exige dejar de lado la singularidad de cada historia cuando lo fundamental de cada una de esas vivencias es precisamente su exclusividad, la imposibilidad de que otro viva en mi lugar las sensaciones que el baile me proporciona. Hacer una película plantea así el mismo problema que hacer un análisis cultural: hay que recodificar la experiencia, someterla a un modelo que es por necesidad reduccionista. Como señala una de las autoras citadas, las reglas del mundo académico nos señalan que «para comprender lo irracional, la pérdida del yo, uno debe aferrarse con fuerza a lo racional».
Esta contradicción tiene importantes repercusiones, mayores en tanto el público de una película es más amplio que el de la investigación académica, pero emparentadas: el espectador o el lector siente que es capaz de entender el fenómeno descrito, de vivir la experiencia de forma vicaria, cuando lo que se muestra no es más que una sombra de lo real, como en la caverna de Platón. Sólo es posible entender la música de baile en cuanto bailarín, en cuanto cuerpo que se mueve, que siente la música como materialidad, que se funde con la masa que baila siendo cuerpo físico y sexuado.
Tras esta primera parte, que interesará especialmente a los que se enfrenten a las dificultades conceptuales del trabajo de campo, Gilbert y Pearson se desplazan con suavidad hacia la crítica de los valores que la música ha tenido en la cultura occidental, precisamente enraizada en la marginación del baile como parte de la música en tanto su faceta más irracional. El complejo entramado conceptual que constituye la música clásica (o sería más adecuado hablar de la tradición culta occidental) está arraigado en una metafísica, y entiende la música como una construcción del intelecto que apela a otro intelecto, dejando de lado elementos tan importantes como el cuerpo, las palabras o el mero disfrute (que se opone a la idea de que la música debe ser entendida por un oyente convenientemente educado).
Fuertemente anclados en la tradición de los estudios culturales, los autores recurren al concepto de joissance de Roland Barthes para explicar su idea del funcionamiento del dance: es una música que lleva al éxtasis (a veces convenientemente asociada con la droga homónima), una vivencia sensorial que cuestiona la prevalencia que nuestra cultura otorga a lo racional. Una vez identificada de este modo la raíz de la cultura Occidental, Gilbert y Pearson afilan el bisturí para conectar la racionalidad con las dos bestias negras que la postmodernidad –una fuente de la que no pueden evitar beber– ha enfrentado: el falocentrismo y el logocentrismo.
La música dance aparece entonces como un espacio social con potencial revolucionario en tanto que libera a sus participantes de la dominación de los valores masculinos y de la razón. Es cierto que el baile se ha asociado en los últimos siglos al ámbito de las actividades femeninas, al ser identificado con la liberación de la sensualidad a la que opone los dominios de lo racional masculino. La experiencia del dance, amplificada por los efectos de las drogas químicas, es una experiencia de liberación en la que podemos ser nosotros mismos, en la que la música no sólo se escucha, sino que se siente, en la que lo táctil es más importante que lo visual, en la que no es necesario entender nada sino que basta con participar y sentirse miembro de una comunidad experiencial.
No es difícil imaginar que la cultura dance supuso para la fría Inglaterra una experiencia vital totalmente diferente a la acostumbrada. Pero, a pesar de su entusiasmo hacia las potencialidades liberadoras del dance, Gilbert y Pearson no ocultan sus dudas. Una cosa es cuestionar, por ejemplo, la centralidad del mundo del trabajo frente al hedonismo del fin de semana, pero si el lunes se vuelve a la rutina laboral tras una fin de semana extático como si nada hubiese pasado, la experiencia personal no se canaliza hacia el cambio social. La criminalización del dance que los gobiernos conservadores emprendieron, prohibiendo las fiestas espontáneas, no encauzó a la juventud británica que abarrotaba esas fiestas hacia la derrota delthatcherismo y sus valores. La política del dance, entonces, es meramente una política del cambio personal, de la experiencia puntual sin repercusiones a largo plazo en lo social.
La perplejidad de los autores hacia esta despolitización del dance nace probablemente de la inocencia con la que utilizan el término comunidad. Para Gilbert y Pearson, la multitud que baila constituye una comunidad temporal, con un objetivo común, el disfrute de la experiencia extática. Sin embargo, habría que matizar este concepto en los términos de Maffesoli, que ha caracterizado a la comunidad en que ésta agota su energía en su propia creación, no en la historia que está por hacer (un rasgo característico de la sociedad).
La conclusión a la que llegan los autores de Cultura y políticas de la música dance (y sus lectores) es que el análisis de un fenómeno poliédrico y complejo como la música dance tiene como consecuencia dejar al aire sus contradicciones y conflictos. En términos positivos, hay que apuntar la capacidad que ha dado a mucha gente de relacionarse con su cuerpo de una manera más natural y liberada de los férreos códigos de género, una visión positiva de la tecnología en tanto herramienta de cambio orientada hacia lo que está por hacer y un cuestionamiento, más o menos laxo, de valores centrales de la alta cultura capitalista: la racionalidad, lo expresable verbalmente, lo organizado, la centralidad del mundo del trabajo. En el lado de sus deudas impagadas figura la incapacidad de canalizar estos cuestionamientos más allá de la experiencia del baile y su entorno. Contradicciones, altibajos, discontinuidades, que son el precio a pagar para –retomando el argumento con el comienzan su análisis– no ser meros espectadores de una película y poder percibir las múltiples facetas y detalles de un fenómeno aún muy vivo.
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